domingo, 22 de abril de 2012



 Nubes
— Te pasas todo el día aquí a la sombra — dijo la chica —, ¿es que no te gusta bañarte?
El hombre hizo un vago gesto con la cabeza que tanto podía querer decir que sí como que no, pero no dijo nada.
— ¿Puedo tutearte? — preguntó la chica.
— Si no me equivoco, ya me estás tuteando — dijo el hombre sonriendo.
— En mi clase tuteamos incluso a las personas mayores — dijo la chica, algunos profesores nos lo permiten, pero mis padres me lo tienen prohibido, dicen que es de mala educación, ¿usted qué cree?
— Creo que tienen razón — contestó el hombre —, pero puedes tutearme, no se lo diré a nadie.
— ¿No te gusta bañarte? — preguntó ella —, yo lo encuentro singular.
— ¿Singular? — repitió el hombre.
— Mi profesora nos ha explicado que no puede usarse chulísimo para todo, que en algunos casos puede decirse singular, en realidad quería decir chulísimo, a mí, bañarme en esta playa me parece singular.
— Ah — dijo el hombre —, estoy de acuerdo, yo también creo que es chulísimo, yo diría que hasta singular.
— Tomar el sol también es chulísimo — continuó la chica —, los primeros días tuve que ponerme protección cuarenta, después pasé a la de veinte, y ahora puedo usar el bronceador efecto dorado, ese que hace que la piel reluzca como si tuviera pajitas doradas, ¿lo ve?, pero ¿por qué está usted tan blanco?, lleva aquí una semana y siempre está debajo de la sombrilla, ¿es que tampoco le gusta el sol?
— Me parece chulísimo — dijo el hombre —, te lo aseguro, yo creo que tomar el sol es chulísimo.
— ¿Es que tiene miedo a quemarse? — preguntó la chica.
— ¿Tú qué crees? — contestó el hombre.
— Yo creo que usted tiene miedo a quemarse, pero si uno no empieza poco a poco, no se pone moreno nunca.
— Es cierto — confirmó el hombre —, me parece lógico, pero ¿tú crees que es obligatorio ponerse moreno? La chica reflexionó.
— Obligatorio, lo que se dice obligatorio, no es, nada es obligatorio, aparte de las cosas obligatorias, pero si uno viene a la playa, no se baña y no se pone moreno, ¿para qué viene a la playa?
— ¿Sabes una cosa? — dijo el hombre —, eres una chica lógica, tienes el don de la lógica, y eso es chulísimo, yo creo que hoy en día el mundo ha perdido la lógica, es un auténtico placer conocer a una chica con lógica,
-¿me concedes el honor de una presentación formal?, ¿cómo te llamas?
— Me llamo Isabella, pero mis amigos íntimos me llaman Isabel, pero con el acento en la e, no como los italianos, que dicen Ísabel con el acento en la i.
— ¿Por qué, es que no eres italiana? — preguntó el hombre.
— Claro que soy italiana — objetó ella —, italianísima, pero el nombre que usan mis amigos es importante, porque en televisión dicen siempre Mánuel o Sebástian, yo soy italianísima como usted y quizá más que usted, pero me gustan los idiomas y me sé incluso de memoria el himno nacional entero, este año el presidente de la república vino de visita a nuestro colegio y nos habló de la importancia del himno de Mameli, que es nuestra identidad italiana, con la cantidad de tiempo que ha hecho falta para construir la unidad de nuestro país, a mí por ejemplo ese señor de la política que quiere abolir el himno de Mameli no me gusta.
El hombre no dijo nada, tenía los párpados entreabiertos, la luz era intensa y el azul del mar se confundía con el del cielo, como si hubiera engullido la línea del horizonte.
— Quizá no sepa a quién me refiero — dijo la chica rompiendo el silencio.
El hombre no habló, la chica pareció vacilar, hacía garabatos con un dedo en la arena.
— A ver si va a ser usted de su partido — prosiguió después como para infundirse valor —, en casa me han enseñado que hay que respetar siempre las opiniones ajenas, pero a mí la opinión de ese señor no me gusta, no sé si me explico.
— Perfectamente — dijo el hombre —, hay que respetar las opiniones ajenas pero no faltar al respeto a las propias, sobre todo no faltar al respeto a las propias, ¿y por qué no te gusta ese señor?
— Bueno, verá... — Isabella parecía vacilar —. Aparte del hecho de que cuando habla en televisión le viene una espumilla blanca en las comisuras de la boca, pero eso podría dar igual, es que dice un montón de palabrotas, se las he oído con mis propios oídos, y si las dice él me pregunto por qué cuando las digo yo me regañan, pero por suerte el presidente de la república es más importante que él, si no, no sería presidente de la república, y él nos explicó que el himno de Mameli hay que respetarlo y cantarlo como lo canta la selección en los campeonatos del mundo, con la mano en el corazón, en el colegio lo cantamos junto al presidente, nosotros lo leíamos en las fotocopias que nos había repartido la profesora pero él no lo leía, se lo sabía de memoria, a mí me parece chulísimo, ¿no cree usted?
— Prácticamente singular — confirmó el hombre. Rebuscó en la bolsa que tenía al lado de la tumbona, cogió un frasco de cristal y se metió en la boca una pastilla blanca.
— ¿Hablo demasiado? — preguntó ella —, en casa me dicen que hablo demasiado y acabo por molestar a las personas, ¿le estoy molestando?
— En absoluto — contestó el hombre —, lo que dices me parece incluso
singular, sigue, por favor.
— Y después el presidente nos dio una clase de historia, porque, como usted sabrá, la historia moderna no se estudia en clase, al acabar el colegio los mejores profesores consiguen llegar hasta la Primera Guerra Mundial, pero lo normal es quedarse en Garibaldi y en la unidad de Italia, nosotros, en cambio, hemos aprendido un montón de cosas modernas, porque la profesora ha sido muy buena, pero el mérito es del presidente, porque es él quien dio el input.
— ¿Qué dices que os dio? — preguntó el hombre.
— Se dice así — le explicó Isabella —, es una palabra nueva, quiere decir uno que empieza y arrastra a los demás, si quiere le repito lo que he aprendido, es de verdad un montón de cosas que poca gente sabe, ¿te las digo?
El hombre no contestó, tenía los ojos cerrados y estaba completamente inmóvil.
— ¿Se ha quedado dormido? — Isabella adoptó un tono tímido, como lamentándolo —. Discúlpeme, quizá haya hecho que le entre sueño a fuerza de charloteo, ésa es otra razón por la que mis padres no quieren comprarme un móvil, dicen que les llegarían unas facturas astronómicas con todo lo que hablo, sabe, en nuestra casa no podemos permitirnos gastos superfluos, mi padre es arquitecto pero trabaja para el ayuntamiento, y cuando uno trabaja para el ayuntamiento...
— Tu padre es un hombre con suerte — dijo el sin abrir los ojos. Ahora hablaba en voz baja, como si susurrara.
— Sea como sea — prosiguió —, la profesión de construir casas es preciosa, mucho mejor que la profesión de destruirlas. Isabella dio un gritito de sorpresa.
— Dios mío — exclamó —, ¿es que existe también la profesión de destruir casas?, no lo sabía, eso no nos lo han enseñado en el colegio.
— Bueno — dijo el hombre —, no es que sea exactamente una profesión, también puede aprenderse de manera teórica, como en la academia militar, pero al final llega un momento en el que determinados conocimientos hay que llevarlos a la práctica, y a fin de cuentas el objetivo es ése, destruir casas.
— ¿Y usted cómo lo sabe? — preguntó Isabella.
— Lo sé porque soy un militar — contestó el hombre —, o mejor dicho, lo era, ahora estoy jubilado, por decirlo así.
— Pero, entonces, ¡usted destruía casas!
— ¿No me estabas tuteando? — replicó el hombre. Isabella no contestó de inmediato.
— Es que soy algo tímida de carácter aunque no lo parezca porque hablo demasiado, le estaba preguntando si antes tú también destruías casas.
— Personalmente  no — dijo el hombre —, y tampoco mis soldados, para ser sincero, la mía era una misión bélica de paz, es un poco complicado de explicar, sobre todo en un día como éste, pero me gustaría decirte una cosa, Isabel, que quizá no te hayan dicho en el colegio, en el fondo en el fondo la historia se resume en lo siguiente: hay hombres, como tu padre, que como profesión construyen casas y hombres de mi oficio que esas casas las destruyen, y así funciona la cosa desde hace siglos y siglos, hay quienes construyen casas y hay quienes las destruyen, construir, destruir, construir, destruir, es un poco aburrido, ¿no te parece?
— Aburridísimo — contestó Isabella —, realmente aburrido, si no fuera por los ideales, menos mal que hay ideales.
— Desde luego — confirmó el hombre —, menos mal que en la historia hay ideales, ¿eso te lo ha dicho el presidente o la profesora? Isabella pareció reflexionar.
— Ahora mismo no sé bien quién me lo explicó.
— Quizá fuera el presidente quien diera el input — dijo el hombre —, ¿y qué sabes decirme de los ideales?
— Que son todos respetables si uno tiene fe en ellos — contestó Isabella-, por ejemplo en el de la patria, después puede ser que uno se equivoque porque es joven, pero si va de buena fe su ideal es válido.
— Ah — dijo el hombre —, eso es algo sobre lo que debo reflexionar, pero no creo que sea el día más adecuado, hoy hace mucho calor y el mar parece tan apetecible.
— Pues date un baño — lo provocó ella.
— No es que tenga muchas ganas — contestó el hombre.
— Eso es porque no estás motivado — dijo Isabella —, yo creo que lo tuyo es estrés, no puedes ni imaginarte el efecto negativo del estrés en nuestro espíritu, lo he leído en un libro que mi madre tiene en la mesilla, ¿quieres que vaya a buscarte algo al bar del hotel, algo para combatir el estrés?, siempre que no sea una Coca-Cola, a eso me niego.
— Eso tienes que explicármelo, no te queda más remedio — dijo el hombre.
— Pues porque la Coca-Cola y el McDonald’s son la perdición de la humanidad — dijo Isabella —, lo sabe todo el mundo, en mi colegio lo saben hasta los bedeles.
El hombre rebuscó en la bolsa y cogió otra pastilla.
— ¡Cuántas cosas te tomas! — exclamó Isabella.
— Tengo una tabla horaria — dijo el hombre —, me lo impone la receta médica.
— Yo creo que todas esas pastillas te hacen daño — afirmó ella con convicción —, los italianos consumen un montón de pastillas, lo han dicho incluso por televisión, cuando en cambio lo importante es sintonizar nuestro espíritu con las fuerzas positivas que hay en el universo, por eso algunos alimentos y algunas bebidas hay que evitarlas, porque transmiten energía negativa, no son naturales, no sé si me explico.
— Isabel, ¿puedo decirte una cosa en confianza?
El hombre se pasó un pañuelo por la frente. Estaba sudando.
— La Coca-Cola y el McDonald’s no han llevado nunca a nadie a Auschwitz, a esos campos de exterminio de los que te habrán hablado en el colegio, los ideales, en cambio, sí; ¿se te había ocurrido alguna vez, Isabel?
— Pero ésos eran nazis — objetó Isabella —, gente horrible.
— Perfectamente de acuerdo — dijo el hombre —, los nazis eran gente realmente horrible, pero también ellos tenían sus ideales e hicieron la guerra para imponerlos, desde nuestro punto de vista era un ideal perverso, pero desde el suyo no, y tenían una gran fe en esos ideales, hay que estar atentos con eso de los ideales, ¿qué te parece, Isabel?
— Tengo que pensarlo — contestó la chica —, quizá lo piense mientras como, son las doce y media, dentro de poco sirven la comida, ¿tú no vienes?
— Probablemente no — dijo el hombre —, hoy no tengo excesivo apetito.
— Perdona si me repito, pero yo creo que tomas demasiadas medicinas, haces lo mismo que todos los italianos que toman demasiadas medicinas.
— Pero, bueno, ¿tú eres italiana o no lo eres? — insistió el hombre.
— Ya me lo has preguntado y ya te he contestado — replicó molesta Isabella —, soy italianísima, tal vez incluso más que tú, en cualquier caso, si no vienes a comer tú te lo pierdes, hoy hay buffet en el hotel y, después de las muchas cosas croatas que nos han dado, nos ofrecen por fin fettuccine all’arrabbiata, a decir verdad en la hojita del menú lo que está escrito es fetucine all'arrabbiatta, pero deben de ser las nuestras, algunas veces en el extranjero hay que disculpar los errores de ortografía, pero perdona, por qué te tomas tantas pastillas, ¿no serás un niño mimado de esos que van a la discoteca? El hombre no contestó.
— Venga, dímelo — insistió Isabella —, no se lo diré a nadie.
— Seré sincero — dijo el hombre —, no soy un niño mimado de discoteca, me las ha mandado el médico, son pastillas legales, me quitan un poco el apetito, eso es todo.
— También te hacen vomitar — dijo Isabella —, me he dado cuenta, ayer viniste a comer y en determinado momento te levantaste y te fuiste corriendo al baño y cuando volviste estabas tan blanco como un cadáver, yo creo que te fuiste a vomitar.
— Has acertado de pleno — dijo el hombre —, eso fue lo que hice, ir a
vomitar, es el efecto de las pastillas.
— ¿Y entonces por qué te las tomas?, no te las tomes — concluyó ella.
— Razonamiento lógico, es que por una parte me sientan bien pero por otra me sientan mal, tal vez las pastillas sean en cierto modo como los ideales, depende de quién se vea obligado a tomarlas, yo no se las impongo a los demás, no le hago daño a nadie.
La muchachita seguía haciendo garabatos en la arena.
— No lo entiendo — dijo —, a veces es difícil entenderos a vosotros los
adultos.
— Es que los adultos somos estúpidos — dijo el hombre —, a menudo somos estúpidos, en todo caso a veces ocurre que uno debe realmente tomarse pastillas, independientemente del hecho de que uno sea italiano o no, pero tú, Isabel, que dices ser italianísima, ¿me dices dónde naciste?, oye, no es que sea algo fundamental, yo por ejemplo nací en un pueblo que ya no existe en los mapas porque ahora lo llaman de otra forma, pero soy italiano, hasta el punto de que soy, o mejor dicho era, un capitán del ejército italiano, y para ser un capitán del ejército italiano no puedes ser extranjero, ¿no te parece lógico Isabella asintió.
— ¿Y dónde naciste? — preguntó.
— En un condado que han inventado ahora, ¿sabes quién es Walt Disney?
A Isabella le brillaron los ojos.
— Cuando era niña vi todas sus películas.
— Pues eso, es un lugar así — prosiguió el hombre —, un lugar de fábula, todo de cristal, un cristal que no es más que vulgar vidrio, desde un punto de vista real está en el norte de Italia, del mismo modo que la Toscana está en el centro de Italia y Sicilia en el sur de Italia,pero la geografía se ha vuelto ya una cosa secundaria y también la historia, de la cultura es mejor ni hablar, lo que hoy cuenta es la fabulación, pero dado que los adultos además de estúpidos son también complicados, no quiero seguir haciéndome el complicado, vayamos al grano, la pregunta te la he hecho yo antes, ¿tú dónde naciste?
— Nací en una pequeña aldea del Perú — dijo Isabella —, pero me hice italiana prontísimo, en cuanto mis padres me adoptaron, por eso me siento tan italiana como tú.
— Isabel — dijo el hombre —, sinceridad por sinceridad, ya me había dado cuenta de que no eres aria como yo, por lo demás, yo soy tan blanco que parezco un muerto, tú misma lo has dicho, tú en cambio eres algo más oscurilla, es decir, no eres de pura raza aria.
— ¿Y eso qué es? — preguntó la muchachita.
— Es una raza inexistente — contestó el hombre —, se la inventaron unos falsos científicos, pero verás, si la guerra mundial la hubieran ganado quienes tenían ideales de esa clase, tú ahora no estarías aquí, es más, quizá no estarías en absoluto.
— ¿Por qué? — preguntó Isabella.
— Porque los que no fueran de raza aria no tendrían derecho a existir, querida Isabel, y a las personas con la piel algo más oscurilla como la tuya, que tiene un color realmente precioso, sobre todo ahora que tienes el bronceador dorado, las habrían...
— ¿Qué les habrían hecho? — preguntó ella.
— Dejémoslo correr — dijo el hombre —, es un asunto algo complicado y en un día como éste no merece la pena complicarnos la vida, ¿por qué no te das un buen chapuzón antes de ir a comer?
— También puedo bañarme más tarde — contestó Isabella —, ahora se me han pasado las ganas a mí también y además, perdona, en cuanto te vi la semana pasada, siempre aquí debajo de la sombrilla leyendo, se me ocurrió que tú serías capaz de explicarme ciertas cosas que no había entendido, pensaba que la tuya sería una conversación interesante de esas que resulta difícil mantener con los mayores, y en cambio es incluso peor que antes, hace media hora que estamos hablando y con toda sinceridad me pareces un pelín fuera de onda, que si pueblos inexistentes, que si unos destruyen las casas, tú que te dedicabas a la guerra pero te dedicabas a la paz, yo creo que tienes una gran confusión en la cabeza, y además no he entendido dónde ejercías eso que llamas tu profesión.
— Consistía en mirar a quienes se dedicaban a destruirse las casas unos
a los otros — contestó el hombre —, era ésa la misión bélica de paz, y eso sucedía precisamente aquí.
— ¿En esta playa? — preguntó  Isabella —, perdona, pero no me parece posible, no te ofendas. El hombre no contestó. Isabella se levantó, se había puesto las manos en las caderas y miraba el mar, estaba delgada y su silueta se recortaba contra la luz violenta del mediodía.
— Yo creo que dices cosas de ésas porque no comes — dijo con una voz ligeramente alterada — no comer hace que uno diga cosas extrañas, estás desvariando, perdona que te lo diga, aquí hay un hotel de primera categoría, es carísimo porque he visto los precios, no puedes ir diciendo cosas así porque se te ha aflojado alguna tuerca, tú no comes, no tomas el sol, no te bañas, yo creo que tienes algún problema, tal vez te haga falta meterte algo entre los dientes o beberte un buen batido de fruta, si quieres puedo ir a buscarte uno.
— Si fueras tan amable preferiría una Coca-Cola — dijo el hombre —, me quita la sed.
— Claro que quiero ser amable — afirmó Isabella —, eres tú el que no es amable, antes tienes que explicarme por qué has venido de vacaciones precisamente aquí si hubo una guerra y se destruían las casas y tú estabas aquí mirando, aunque vete a saber si es verdad todo eso.
— Así era, sólo que entonces nadie quería saberlo, ni tampoco ahora, verás, a la gente no le gusta saber que en los lugares de vacaciones hubo antes una guerra, porque si lo piensan se les amargan las vacaciones, ¿entiendes la lógica?
— ¿Y entonces por qué has venido tú?, la mía es una pregunta lógica, si me lo permites.
— Digamos que es el descanso del guerrero — dijo el hombre —, aunque el guerrero no hiciera la guerra en el fondo era un guerrero, y el guerrero debe hallar su descanso donde antes estuvo la guerra, es un clásico.
Isabella parecía reflexionar. Se había arrodillado en la arena, la mitad de su cuerpo estaba al sol y la otra mitad a la sombra, su delgado cuerpo infantil llevaba un bikini al que no le hubiera hecho falta la parte superior, sus hombros delgados empezaron a agitarse como si estuviera llorando, aunque no llorara, parecía como si hubiera cogido frío, tenía las manos hundidas en la arena y el rostro pegado a las rodillas.
— No te preocupes — murmuró —, cuando hago esto todo el mundo se preocupa, es sólo una pequeña crisis propia de la edad evolutiva, es que tengo los problemas de la edad evolutiva, lo ha dicho el psicólogo, no sé si lo entiendes.
— Tal vez si levantas la cara te entienda mejor — dijo el hombre —, no te oigo bien.
La chica levantó la cabeza, tenía el rostro colorado y los ojos húmedos.
— ¿A ti te gusta la guerra? — susurró.
— No — dijo él —, no me gusta, ¿y a ti?
— ¿Y entonces por qué la hacías? — preguntó Isabella.
— Ya te he dicho que no la hacía, asistía a ella, pero yo también te he hecho una pregunta, ¿a ti te gusta?
— La odio — exclamó Isabella —, yo la odio, pero tú hablas como todos los mayores y haces que me vengan las crisis de la edad evolutiva, porque el año pasado yo no tenía crisis de la edad evolutiva, pero después en el colegio nos explicaron las distintas clases de guerras, las
malas y las buenas, y nosotros tuvimos que hacer nada menos que tres redacciones sobre el tema y a continuación me entraron las crisis de la edad evolutiva.
— Tienes todo el tiempo que quieras para explicarte — dijo el hombre —, cuéntamelo con calma, total los fettuccine all'arrabbiata te los mantendrán calientes bajo las lámparas halógenas, ni siquiera te he preguntado a qué curso vas.
— He terminado la primaria — dijo Isabella —, pero después del primer ciclo iré al instituto, así estudiaré también griego.
— Magnífico — dijo el hombre —, pero ¿qué tiene que ver eso con tus crisis?
— Tal vez nada — dijo Isabella —, es que durante el curso estudiamos a César y también un poco de Heródoto, pero sobre todo si la guerra puede servir para la paz, ése ha sido el tema de historia, no sé si me explico.
— Intenta explicarte mejor.
— Pues que a veces es necesaria, por desgracia — dijo ella —, la guerra  sirve a veces para llevar la justicia a los países donde no existe, pero un día llegaron dos niños de ese país al que están llevando la justicia y los ingresaron en el hospital de nuestra ciudad, y la encargada de llevarles golosinas y fruta fue mi clase, es decir, yo, con Simone y Samantha, los mejores, no sé si me explico.
— Continúa — dijo el hombre.
— Mohamed tiene más o menos mi edad y su hermana es más pequeñita, aunque no me acuerdo de su nombre, pero cuando entramos en la habitacioncita del hospital es que Mohamed no tenía brazos y su hermanita...
Isabella se interrumpió.
— El rostro de su hermanita... — murmuró —, me da miedo que si te lo cuento me vuelva a entrar otra crisis de la edad evolutiva, quien estaba con ellos era su abuela porque su padre y su madre murieron bajo la bomba que les destruyó la casa, así que a mí se me cayó la bandeja con los kiwis y el tiramisú, me eché a llorar y después me entraron las crisis de la edad evolutiva. El hombre no dijo nada.
— ¿Por qué no dices nada?, te pareces al psicólogo que se queda escuchándome y no dice nunca nada, dime algo.
— Yo creo que no deberías preocuparte demasiado — dijo el hombre —, crisis de la edad evolutiva las tenemos todos, cada uno a su manera.
— ¿Tú también?
— Te lo puedo garantizar — dijo él —, a pesar de la opinión de los médicos, creo estar en plena crisis de la edad evolutiva.
Isabella lo miró. Por fin se había sentado con las piernas cruzadas, parecía más relajada y ya no tenía las manos hundidas en la arena.
— Estás de broma — dijo.
— En absoluto — contestó él.
— Pero ¿cuántos años tienes?
— Cuarenta y cinco — contestó el hombre.
— Igual que mi padre, es tarde para tener crisis de la edad evolutiva.
— Ni lo sueñes — objetó el hombre —, la edad evolutiva no acaba nunca, en la vida no hacemos otra cosa más que transmudar.
— Transmudar es un verbo que no existe — dijo Isabella —, se dice evolucionar.
— Muy bien, aunque en el idioma antiguo sí que exista, y de hecho, todos, al transmudar, tenemos nuestras crisis, también tu padre y tu madre tienen las suyas.
— ¿Y tú cómo lo sabes?
— Ayer oí a tu madre hablando por el móvil con tu padre — dijo el hombre —, era fácil darse cuenta de que están en plena crisis de la edad evolutiva.
— Eres un espión — exclamó Isabella —, no se escuchan las conversaciones ajenas.
— Perdona — dijo el hombre —, tu sombrilla está a tres metros de la mía y tu madre hablaba como si estuviera en su casa, ¿qué querías, que me tapara los oídos?
Los hombros de Isabella se vieron sacudidos de nuevo por un escalofrío.
— Es que ya no viven juntos — dijo —, así que mi custodia se la dieron a mamá, y la de Francesco a papá, uno a cada uno es lo justo, dijo el juez, Francesco nació cuando ya no se lo esperaban, pero yo le quiero como no quiero a nadie y por la noche me entran ganas de llorar, aunque también mamá llora de noche, la oigo, y ¿sabes por qué?, porque entre ella y papá hay disparidades existenciales, eso dijeron, ¿a ti te dice algo?
— Pues claro que sí — dijo el hombre —, es una cosa normal, las disparidades existenciales son cosas que le pasan a todo el mundo, no te lo tomes así.
Isabella tenía de nuevo las manos en la arena, pero había adoptado un aire casi travieso, soltó una breve carcajada.
— Tú eres un listillo — dijo —, no me has dicho aún por qué te pasas todo el día debajo de la sombrilla, de mí ya lo sabes todo y de ti no hablas, pero ¿para qué has venido a la playa si te pasas el día en la arena tomando pastillas, qué es lo que haces?
— Bueno — dijo él —, por decirlo de forma sencilla estoy esperando los efectos del uranio empobrecido, y para esperarlos hace falta paciencia.
— ¿Y eso qué es? — preguntó Isabella.
— Es largo de explicar, los efectos son efectos y para entender los resultados no queda más remedio que esperar.
— ¿Y tienes que esperar mucho?
— Ya no mucho, supongo, un mesecillo, tal vez menos incluso.
— Y, mientras tanto, ¿qué haces todo el día debajo de la sombrilla?, ¿no te aburres?
— En absoluto — dijo el hombre —, ejercito el arte de la nefelomancia.
La chica abrió los ojos de par en par, hizo una mueca y sonrió después. Era la primera vez que sonreía de verdad, mostrando sus pequeños dientes blancos sobre los que se deslizaba un hilo de plomo.
— ¿Es un invento nuevo?
— Oh, no — dijo él —, es una cosa muy antigua, fíjate que ya habla de ello Estrabón, porque atañe a la geografía, pero a Estrabón no lo estudiarás hasta el instituto, a tu edad como mucho se estudia un poco de Heródoto como has hecho tú este año con la profesora de geografía, la
geografía es una cosa muy antigua, querida Isabel, existe desde siempre.
Isabella lo miraba titubeante.
— ¿Y en qué consiste eso que has dicho..., cómo se llama?
— Nefelomancia — contestó el hombre— es una palabra griega, neféle quiere decir nube, y mantenía adivinación, la nefelomancia es el arte de adivinar el futuro observando las nubes, o mejor dicho, la forma de las nubes, porque en esta clase de arte la forma es la sustancia, y por eso he venido de vacaciones a esta playa, porque un amigo mío de la aeronáutica militar especializado en meteorología me ha asegurado que en el Mediterráneo no hay otra costa como ésta, donde las nubes se forman en el horizonte en un instante. Y así como se han formado, en un instante se disipan, y es precisamente en ese instante cuando un auténtico nefelomante debe ejercer su propio arte, para comprender lo que predice la forma de determinada nube antes de que el viento la disuelva, antes de que se transforme en aire transparente y se convierta en cielo.
Isabella se había puesto en pie, se sacudía mecánicamente la arena de sus piernecillas delgadas. Se arregló el pelo y echó al hombre una ojeada de escepticismo, pero su mirada estaba también llena de curiosidad.
— Te pongo un ejemplo — dijo el hombre —, siéntate en esa tumbona al lado de la mía, para estudiar las nubes en el horizonte antes de que se desvanezcan hay que permanecer sentados y concentrarse bien. Señaló con el dedo en dirección al mar.
— ¿Ves aquella nubecilla blanca, allá arriba?, sigue mi dedo, más a la derecha, cerca del promontorio.
— Ya la veo — dijo Isabella.
Era un pequeño copo que rodaba por el aire, lejanísimo, en el cielo de esmalte.
— Obsérvala bien — dijo el hombre —, y reflexiona, para la nefelomancia hace falta una intuición rápida pero la reflexión es indispensable, no la pierdas de vista.
Isabella se puso la mano sobre la frente, a modo de visera. El hombre se encendió un cigarrillo.
— Fumar no es bueno para la salud — dijo Isabella.
— No te preocupes por lo que hago yo, concéntrate en la nube, en este mundo hay un montón de cosas que no son buenas para la salud.
— Se ha abierto por los lados — exclamó Isabella —, como si hubiera desplegado las alas.
— Mariposa — dijo el hombre con competencia —, y la mariposa tiene un solo significado, no cabe duda.
— ¿Y cuál es? — preguntó Isabella.
— Las personas que tienen disparidades existenciales dejarán de tenerlas, las personas que están separadas se reunirán de nuevo y sus vidas serán tan graciosas como el vuelo de una mariposa, Estrabón, página veintiséis del libro principal.
— ¿Qué libro es? — preguntó Isabella.
— El libro principal de Estrabón — dijo el hombre —, ése es su título, por desgracia nunca ha sido traducido a ninguna lengua moderna, se estudia el último año de universidad porque sólo puede leerse en griego antiguo.
— ¿Y por qué no lo han traducido nunca?
— Porque las lenguas modernas tienen demasiadas prisas — contestó el hombre —, con la prisa por comunicar se vuelven sintéticas y al hacer eso pierden el análisis, un ejemplo, el griego antiguo en la declinación de los verbos tiene el dual, nosotros sólo tenemos el plural, y
cuando nosotros decimos nosotros, en este caso tú y yo, también puede significar muchas personas, pero los antiguos griegos, que eran muy exactos, si lo que fuera lo estábamos haciendo o diciendo sólo tú y yo, que somos dos, usaban el dual. Por ejemplo, la nefelomancia de aquella nube la estamos haciendo sólo tú y yo, la sabemos sólo nosotros, y para eso ellos tenían el dual.
— Chulísimo — dijo Isabella, y soltó un gritito llevándose una mano a la boca —, ¡mira hacia ese otro lado, hacia ese otro lado!
— Es un cirro — especificó el hombre —, un precioso cirro niño que dentro de poco será engullido por el cielo, las personas comunes podrían confundirlo con un nimbo, pero un cirro es un cirro, lo siento mucho por ellos, y la forma de un cirro no puede tener otro significado que no sea el propio, que otras nubes no tienen.
— ¿Y cuál es? — preguntó Isabella
— Depende de la forma — dijo el hombre —, tienes que interpretarla, ahí te quiero ver, porque si no, ¿qué clase de nefelomantes seríamos?
— Me parece que se está separando en dos — dijo Isabella —, mira, acaban de separarse en dos, efectivamente, parecen dos ovejillas que trotan una al lado de la otra.
— Dos corderos cirrinos, tampoco aquí caben dudas.
— No entiendo nada.
— Es fácil — dijo el hombre —, el manso cordero por sí solo representa las evoluciones de la humanidad, Estrabón, página treinta y una del libro principal, fíjate bien, pero cuando se separa, son dos guerras que avanzan en paralelo, una es justa y la otra es injusta, es imposible distinguirlas, algo que por lo demás no nos interesa mucho, lo importantees comprender en qué acabarán ambas, cuál será su futuro.
Isabella miró al hombre con el aire de quien espera una respuesta urgente.
— Acabarán de forma miserable, puedo asegurártelo, querida Isabel.
— ¿Estás seguro de verdad? — preguntó la chica con voz ansiosa.
— Eso debes decírmelo tú — susurró el hombre —, yo ahora voy a cerrar los ojos, eres tú quien debe interpretarlas, míralas y aguarda con paciencia, pero intenta captar el instante, porque después ya no te dará tiempo.
El hombre cerró los ojos, extendió las piernas, se puso un sombrerito tapándose la cara y permaneció inmóvil, como si se hubiera adormecido. Tal vez pasara un minuto, algo más incluso. En la playa reinaba un gran silencio, los bañistas se habían dirigido al restaurante.
— Se están disgregando en una especie de papilla — dijo Isabella en voz baja —, como cuando la estela de los aviones se deshilacha, ahora ya casi no se ven, qué extraño, casi ya no consigo verlas, mira también tú. El hombre no se movió.
— No hace ninguna falta — dijo —, Estrabón, página veinticuatro del libro principal, él nunca se equivocaba, la profecía del final de toda guerra la estableció hace dos mil años, sólo que nadie hasta ahora la había leído bien y nosotros hoy, finalmente, la hemos descifrado en esta
playa, nosotros dos.
— ¿Sabes que eres un hombre chulísimo? — dijo Isabella.
— Soy perfectamente consciente de ello — dijo el hombre.
— Creo que ya es hora de irme al restaurante — continuó ella —, quizá mamá ya esté sentada a la mesa y se esté poniendo nerviosa, ¿podemos seguir hablando esta tarde?
— No lo sé, la nefelomancia es un arte que cansa bastante, quizá por la tarde tenga que echarme un rato porque si no, esta noche ni siquiera podré ir a cenar.
— ¿Por eso tienes que tomar tantas medicinas?, ¿a causa de la nefelomancia?
El hombre se quitó el sombrero de la cara y se la quedó mirando.
— ¿Tú qué crees? — preguntó.
Isabella se había levantado, salió del círculo de sombra, su cuerpo brilló a la luz del sol.
— Ya te lo diré mañana — contestó.

(Antonio Tabucchi “El tiempo envejece deprisa”)

sábado, 14 de abril de 2012

Las doradas manzanas del sol (fragmento)




Alguien golpeó suavemente la puerta de la cocina, y cuando la señora O'Brian abrió, allí estaba su mejor inquilino, el señor Ramírez, entre dos oficiales de policía. El señor Ramírez se quedó en el porche, inmóvil, pequeño.
—¡Señor Ramírez! —dijo la señora O'Brian.
El señor Ramírez parecía agobiado, como si no encontrara palabras para explicar la situación.
Había llegado a la casa de huéspedes de la señora O'Brian hacía más de dos años y había vivido allí desde entonces. Había llegado en ómnibus a San Diego desde la ciudad de México, y luego había ido a Los Ángeles. Allí había encontrado el limpio cuartito, con un lustroso linóleo azul, y cuadros y almanaques en las floreadas paredes, y a la señora O'Brian, estricta y bondadosa patrona. Durante la guerra había trabajado en la fábrica de aeroplanos y había preparado partes de aeroplanos que volaban a algún sitio, y aún ahora, luego de la guerra, conservaba su trabajo. Había hecho dinero desde un principio. Ahorraba un poco, y se emborrachaba una vez por semana, privilegio incuestionable que se merecía todo buen trabajador según el modo de pensar de la señora O'Brian. En el horno de la señora O'Brian se cocinaban unos pasteles. Pronto los pasteles saldrían del horno algo parecidos al señor Ramírez, tostados y brillantes, hendidos en algunas partes casi como los ojos del señor Ramírez. La cocina olía bien. Los policías se inclinaron hacia adelante, atraídos por el aroma. El señor Ramírez se miró los pies como si ellos lo hubieran llevado a aquella difícil situación.
—¿Qué ocurrió, señor Ramírez? —preguntó la señora O'Brian. El señor Ramírez alzó los ojos y detrás de la señora O'Brian vio entonces la larga mesa puesta con el limpio mantel blanco, y una fuente, y vasos brillantes y frescos, y una jarra de agua con flotantes cubos de hielo, y un tazón de ensalada de papas y otro de bananas y naranjas, cortadas y azucaradas. A esta mesa estaban sentados, comiendo y charlando, los hijos de la señora O'Brian, los dos hijos mayores que comían y conversaban, y las dos hijas menores, que comían con los ojos fijos en los policías.
—He estado aquí treinta meses —dijo el señor Ramírez en voz baja, mirando las rollizas manos de la señora O'Brian.
—Bastante más que seis meses —dijo uno de los policías—. Tenía sólo un permiso temporario. Lo buscábamos desde hace tiempo.
Poco después de llegar, el señor Ramírez se había comprado una radio para su cuartito; a las tardes, la ponía muy alto y disfrutaba de ella. Y se había comprado un reloj pulsera y había disfrutado de él también. Y en muchas noches había caminado por las calles silenciosas y había visto las brillantes ropas en los escaparates y se había comprado algunas, y había visto algunas joyas y había comprado algunas para sus escasas amigas. Y había ido al cine cinco noches por semana durante un tiempo. Luego, también, había paseado en los ómnibus —toda la noche algunas noches— oliendo la electricidad, observando con los oscuros ojos los anuncios, sintiendo las ruedas que susurraban debajo de él, mirando al pasar las casitas dormidas y los grandes hoteles. Además, había ido a los mejores restaurantes, donde le habían servido cenas de muchos platos, y al teatro y la ópera. Y se había comprado un coche, que más tarde, cuando se olvidó de pagarlo, el enojado vendedor se había llevado de la calle, frente a la casa de huéspedes.
—De modo que aquí estoy —dijo el señor Ramírez—, a decirle que debo dejar el cuarto, señora O'Brian. He venido a buscar mi equipaje y mis ropas y me iré con estos hombres.
—¿De vuelta a México?
-—Sí, a Lagos. Un pueblo al norte de la ciudad de México.
—Lo siento, señor Ramírez.
—Ya guardé mis cosas —dijo el señor Ramírez roncamente, parpadeando con rapidez y moviendo ante él unas manos impotentes.
Los policías no lo tocaban. No era necesario.
—Aquí está la llave, señora O'Brian —dijo el señor Ramírez—. Ya tengo mi valija.
La señora O'Brian advirtió por primera vez que había una valija detrás del señor Ramírez, en el porche.
El señor Ramírez miró otra vez la gran cocina, y a los niños que comían y los brillantes cubiertos de plata y el lustroso piso encerado. Se volvió y miró largo rato la casa vecina, de tres pisos, alta y hermosa. Miró los balcones y las escaleras de emergencia, y las escaleras de los porches de atrás, y la ropa blanca que colgaba de los alambres y chasqueaba con el viento.
—Fue usted un buen inquilino —dijo la señora O'Brian.
—Gracias, gracias, señora O'Brian —dijo el señor Ramírez suavemente, y cerró los ojos.
La señora O'Brian estaba en el umbral, con una mano apoyada en la puerta entreabierta. Uno de los hijos dijo que se enfriaba la cena, pero ella se volvió meneando la cabeza y miró otra vez al señor Ramírez. Recordó un paseo que había hecho una vez a algunos pueblos mexicanos de la frontera, los días calurosos, los innumerables grillos que saltaban y caían o yacían muertos y quebradizos corno los pequeños cigarros en los alféizares de las tiendas, y las acequias que llevaban el agua del río a las chacras lejanas, los sucios caminos, las hierbas secas. Recordó los pueblos silenciosos, la cerveza tibia, las comidas pesadas y calientes. Recordó los lentos caballos de tiro y los conejos sedientos en el camino. Recordó las montañas de hierro y los valles polvorientos y las playas que se extendían centenares de kilómetros sin otro sonido que el de las olas... ningún coche, ningún edificio, nada.
—Lo siento de veras, señor Ramírez.
—No quiero volver, señora O'Brian —dijo él débilmente—. Me gusta aquí. Quiero quedarme. He trabajado. Tengo dinero, y soy presentable, ¿no es así? ¡No quiero volver!
—Lo siento, señor Ramírez —dijo ella—. Me gustaría poder hacer algo.
—Señora O'Brian —gritó el señor Ramírez de pronto, con lágrimas en los ojos. Extendió las manos y apretó fervientemente la mano de la mujer, sacudiéndosela, retorciéndosela, acercándola a él—. ¡Señora O'Brian, nunca más la veo, nunca más la veo!
Los policías sonrieron, pero el señor Ramírez no lo notó, y las sonrisas murieron pronto.
—Adiós, señora O'Brian. Ha sido muy buena conmigo. Oh, adiós, señora O'Brian. Nunca más la veo.
Los policías esperaron a que el señor Ramírez se volviera, recogiera la valija, y se alejara. Luego lo siguieron, llevándose la mano a las gorras para saludar a la señora O'Brian. La mujer miró cómo bajaban los escalones del porche. Luego cerró suavemente la puerta y se acercó lentamente a su silla y la mesa. Apartó la silla y se sentó. Tomó el cuchillo y el tenedor y empezó otra vez con la carne asada.
—Apresúrate, mamá —dijo uno de los hijos—. Debe de estar fría.
La señora O'Brian se llevó un bocado a la boca y masticó largo rato, lentamente. Al fin se quedó mirando la puerta cerrada. Dejó en la mesa el cuchillo y el tenedor.
—¿Qué te pasa, mamá? —le preguntó su hijo.
—Acabo de darme cuenta —dijo la señora O'Brian llevándose la mano a la cara—. No volveré a ver al señor Ramírez.



RAY BRADBURY 

domingo, 8 de abril de 2012

La rana que quería ser una rana auténtica


Había una vez una rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.

Augusto Monterroso

sábado, 7 de abril de 2012

UN CUENTO DE HARUKI MURAKAMI



(sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana de abril)


Una bonita mañana de Abril, en una estrecha calle del barrio chic de Harujuku en Tokio, me crucé andando con la chica 100% perfecta.
Diciendo la verdad, ella no era tan guapa.
No destaca de una manera concreta. Sus ropas no tienen nada especial. La parte de atrás de su pelo todavía está aplastada por haber dormido. No es joven, tampoco. Debe estar cerca de los treinta, nada cercano a una chica, hablando con propiedad. Pero aún así, lo sé desde 50 metros a la distancia: Ella es la mujer 100% perfecta para mí.
En el momento en que la veo, siento un retumbar en mi pecho y mi boca está tan seca como un desierto.
Quizás ustedes tengan su particular tipo favorito de chica – perfecta con tobillos delgados, digamos, o grandes ojos, o dedos graciosos, o se vean atraídos sin una razón, por aquellas que se toman su tiempo con cada comida.
Yo tengo mis propias preferencias, por supuesto. Algunas veces en un restaurante, cuando me doy cuenta, estoy mirando a una chica de la mesa de al lado a la mía porque me gusta la forma de su nariz.
Pero nadie puede insistir en que la chica perfecta se corresponde con algún modelo preconcebido. Aunque me gustan mucho las narices, no puedo recordar la forma de la nariz de ella, o incluso si ella tenía una. Todo lo que puedo recordar con certeza es que ella no era una gran belleza. Es extraño.
“Ayer en la calle me crucé con una chica perfecta”, le digo a alguien.
“¿Sí?” el dice. “¿Guapa?”
“No realmente”
“¿Tu tipo favorito, entonces?”
“No lo sé. No parece que recuerde algo de ella: la forma de sus ojos o el tamaño de su pecho”
“Extraño”
“Sí. Extraño”
“De cualquier manera”, él dice ya aburrido, “¿que hiciste, hablaste con ella? ¿La seguiste?”
“No. Solo me crucé con ella en la calle”.
Ella iba hacia el Oeste, y yo hacia el Este. Era una bonita mañana de Abril.
Hubiera deseado hablar con ella. Media hora hubiera sido todo: sólo preguntarle por ella, hablarle de mí, y – lo que más me habría gustado hacer -, explicarle las complejidades del destino que condujo a nuestro encuentro en una estrecha calle en Harajuku una bonita mañana de Abril de 1981.
Después de hablar, habríamos comido en cualquier sitio, quizás visto una película de Woody Allen, o parado en un bar de hotel para tomar unos cocktails. Con algo de suerte, podríamos haber acabado en la cama.
La potencialidad llama a la puerta de mi corazón.
¿Cómo me puedo aproximar a ella? ¿Qué le debería decir?
“Buenos días, señora. ¿Piensa que podría compartir media hora de conversación conmigo?”. Ridículo. Hubiera sonado como un vendedor de seguros.
“Perdóneme, ¿sabría por casualidad si hay una tintorería abierta las 24 horas en el barrio?”. No, igual de ridículo. No llevo ni ropa sucia, en primer lugar. ¿Quién va a creerse una cosa así?
Quizás, la simple verdad lo haría. ”Buenos días. Usted es la chica perfecta para mí.”
No, ella no lo creería. Incluso si lo creyese, ella no querría hablar conmigo.
“Perdón”, podría decir, “puede ser que sea la mujer perfecta para ti, pero tu no eres el hombre perfecto para mí.” Podría pasar. Y si me encontrase en esa situación, probablemente me querría morir. Nunca me recuperaría de ese shock. Tengo 32 y esto es lo que significa hacerse mayor.
Pasamos frente a una floristería. Una cálida, y suave brisa de aire toca mi piel. El asfalto está húmedo y siento el olor de las rosas. No me atrevo a hablarle. Ella viste un jersey blanco, y en su mano derecha sostiene un sobre blanco que carece de sello. Por lo que deduzco que ha escrito a alguien una carta, quizás estuvo toda la noche escribiendo, a juzgar por las ojeras en sus ojos. El sobre podría contener todos los secretos que ella hubiese tenido siempre.
Avanzo un poco más y me doy la vuelta. Ella se pierde entre la multitud.
Ahora, por supuesto, sé exactamente que debería haberle dicho. Habría sido un discurso largo, demasiado quizás para haberlo desarrollado adecuadamente. Las ideas que se pasan por la cabeza no son nunca muy prácticas.
Bien. Hubiera comenzado “Erase una vez” y terminado “Una triste historia, ¿no cree?”
Erase una vez, un chico y una chica. El chico tenia 18 años y la chica 16. Él no era especialmente guapo, y ella tampoco. Solo eran un hombre y una mujer solitarios como todos los demás. Pero ellos creían con todo su corazón que en alguna parte del mundo había un hombre y una mujer perfectos para ellos. Sí, ellos creían en un milagro. Y ese milagro ocurrió realmente.
Un día los dos se encontraron en una esquina de una calle.
“Esto es increíble,” él dijo “Te he estado buscando toda mi vida. No lo creerás, pero tú eres la mujer perfecta para mí.”
“Y tú”, dijo ella, “eres el hombre perfecto para mí, exactamente como te había soñado en cada detalle. Es como un sueño.”
Se sentaron en un banco del parque, se cogieron de las manos, y se contaron sus historias el uno al otro hora tras hora. Ellos ya no estaban más solos. Habían encontrado y sido encontrados por su pareja perfecta. Qué cosa maravillosa es encontrar y ser encontrado por tu pareja perfecta. Es un milagro, Un milagro cósmico.
Mientras conversaban sentados, sin embargo, una pequeña, pequeña sombra de duda enraizó en sus corazones: ¿Estaba bien que los sueños de alguien se hicieran realidad tan fácilmente?
Y así, cuando se produjo una pausa momentánea en su conversación, el chico le dijo a la chica: “Vamos a probarlo para nosotros una vez. Si realmente somos el amor perfecto del otro, entonces alguna vez, en algún lugar, nos encontraremos otra vez sin duda. Y cuando pase, sabremos que somos la pareja perfecta, y nos casaremos. ¿Qué piensas?”
“Sí,” dijo ella, “eso es exactamente lo que deberíamos hacer.”
Y entonces se separaron, ella fue al Este, y él al Oeste.
La prueba que habían acordado, sin embargo, era innecesaria. No la deberían haber realizado, porque eran real y verdaderamente la pareja perfecta, y era un milagro que se hubiesen encontrado Pero era imposible para ellos saberlo, jóvenes como eran.
Las frías, indiferentes olas del destino continuaron sacudiéndolos despiadadamente.
Un invierno, el chico y la chica cayeron enfermos de una terrible gripe, y después de luchar entre la vida y la muerte, perdieron la memoria de sus años más tempranos. Cuando se dieron cuenta sus cabezas estaban vacías.
Fueron dos brillantes y decididos jóvenes, sin embargo, y gracias a sus esfuerzos constantes fueron capaces de adquirir otra vez el conocimiento y el sentimiento que les posibilitó volver como miembros hechos y derechos a la sociedad. Gracias a Dios, se convirtieron en ciudadanos que sabían como utilizar el metro, o ser capaces de enviar una carta especial al correo.
También experimentaron el amor otra vez; algunas veces, como mucho al 75% u 85%.
El tiempo pasó con una rapidez espantosa, y pronto el muchacho tuvo 32 años, la muchacha 30.
Una preciosa mañana de Abril, en busca de una taza de café para comenzar el día, el muchacho andaba del Oeste al Este, mientras la muchacha, teniendo la intención de enviar una carta, andaba del Este al Oeste, los dos sobre la misma estrecha calle del barrio de Harajuku en Tokio.
Se cruzaron en el centro mismo de la calle.
El destello más débil de sus memorias perdidas brilló tenuemente por un breve momento en sus corazones. Cada uno sintió un retumbar en su pecho. Y ellos supieron:
Ella es la mujer perfecta para mí
Él es el hombre perfecto para mí.
Pero el brillo de sus memorias era demasiado débil, y sus pensamientos ya no tenían la claridad de catorce años antes.
Sin una palabra, se cruzaron, desapareciendo entre la multitud. Para siempre.
Una triste historia, ¿no cree?
Si, eso es, eso es lo que debería haberle dicho.

HARUKI MURAKAMI (JAPÓN, 1949)